Siempre he tenido una lucha contra el tiempo. En ocasiones lo he sentido como un aliado, pero como regla general, lo percibo como un oponente. Vivo como decimos comúnmente, “contra el reloj”, siempre con prisa, siempre pensando en lo próximo, con la agenda amarrada como una alpargata a mis pies. 

Uno de esos días que percibo como más sosegados, sábado, me encontraba de paseo con parte de mi familia: Mi hermano mayor, su esposa, mi esposo y un buen amigo. 

El paseo, no planificado, cosa rara para mí, nos llevó hasta la costa de Naguabo.  Allí, nos esperaba ella. 
Llegamos a la playa y no podíamos pasar hasta donde queríamos porque “un perro” parecía no querer salirse del camino. Le dije a mi esposo: “deja el carro aquí, él no tiene la menor intención de moverse”. Dejamos el carro justo en frente de quien hasta entonces pensaba yo era un perro (¿nuestra mente patriarcal? ¿todo lo que vemos es masculino hasta que sabemos que no lo es?, bueno eso es harina de otro costal y tema de otra historia). 
Avanzamos, pero siempre mirando hacia atrás a donde estaba “el perrito”, una vez un perro o una perra, se adueñan de tu corazón, todos los que se le parecen, pasan a ser familia (si así pensáramos sobre nosotros mismos, los humanos, que fácil sería cohabitar, entendiendo que somos familia). 

Así pues, transcurrido un ratito y entre mirada y mirada, me percaté de que él no podía caminar y que, aun cuando nos movía su rabito, no se acercaba a nosotros a pesar de que lo llamábamos. Fue entonces cuando me di cuenta y me dije: “no puede caminar”. El corazón se me puso del tamaño de una pasa y en un segundo, lágrimas corrieron por mis mejillas sin que pudiera controlarlas. Como si llorar, descubrí entonces, fuese un acto totalmente involuntario. 

Mirando fijamente hacia donde estaba “el perrito”, le dije a mi esposo: “no podemos dejarlo aquí”.  En ese momento supe que este hombre, al que había escogido hace 9 años, era mi cómplice de vida, pues respondió: “y, ¿qué hacemos?”.  En ese momento, todo el tiempo se detuvo, se me olvidó completamente la hora, el día y hasta el lugar en el que estaba. 

Mientras mi hermano y su esposa, que se encontraban de visita en Puerto Rico, tomaban fotografías de la costa, utilizando un “drone”, nosotros empezamos a armar un plan para lo que creíamos era el rescate de quien luego supimos era una perrita, se habría girado de lado y vimos sus tetitas, aún hinchadas tras un parto. Digo que creíamos que era el rescate de ella, porque el rescate estábamos por enterarnos, era de nosotros mismos. De nuestra comodidad, nuestro egoísmo, nuestro miedo, nuestra agenda. 

Nos acercamos a ella, quien tenía (y aún tiene) un tic nervioso que le hacía levantar un lado de la boca, lo cual nos intimidó porque pensábamos que nos estaba enseñando sus dientitos, muy afilados, por cierto. Pero algo me estaba raro, no gruñía, no hacía ningún otro ademán amenazante, y movía su rabo. Esto además de que enseñar parte de su barriguita, para nosotros significaba que quería nuestra cercanía y amistad. 

Ella estaba llena de arena, no fue hasta un tiempo después cuando la bañamos, que descubrimos que no era ella de color “sand”, sino “brindle”. Estaba delgadita y muy frágil. En una patita casi podíamos ver una parte de su hueso y en la cabeza tenía una herida. Nunca supimos qué o quién la produjo, el médico luego sugirió que pudo ser atropellada, pues cuando le hicieron radiografías se vio un hueso roto en su cadera, por lo que eventualmente, tuvo que ser intervenida quirúrgicamente. 

Cuando finalmente le comunicamos al resto del grupo nuestra intención, nadie puso ningún “pero” para poner manos a la obra. Esto me recuerda que cuando tu corazón está totalmente invertido en la visión que deseas alcanzar, tu equipo confía en ti y, se mueve a ayudarte. 

Comenzamos la misión durante la tarde, increíblemente, yo, la persona orientada al reloj y la agenda, no recuerdo la hora.  Solo recuerdo que cuando empezamos, el cielo estaba de color azul claro y cuando terminamos estaba totalmente oscuro. 

Hicimos varios intentos, detallarlos todos haría de este no un relato, sino un manual de rescate. De modo, que les cuento lo que finalmente funcionó. Nuestro amigo, a quién llamaré José, para proteger su identidad, estaba algo asustado, no sabíamos si ella nos mordería, porque estaba herida (e, igual que a veces pasa con nosotros, se puede herir cuando se está herido). José permanecía a cierta distancia del proceso, sin embargo, añadió mucho valor al mismo, fue quien literalmente nos “echó porras” y quien nos hizo reír y mantener las fuerzas durante el tiempo transcurrido en la tarea. También fue él quién nos dio la idea de utilizar una tablita -que estaba por allí tirada- como camilla para subirla en nuestro carro. 

Mi hermano fue y compró empanadillas (o pastelillos, depende de dónde te criaste en Puerto Rico, le dirás de una u otra manera) de carne y de pollo. Y pedazo a pedazo, la motivamos a dar muy pequeños pasos (KaiZen) hacía la tablita. La segunda parte de la misión era subirla como un elevador hasta la guagua sin que la jovencita intentase morder ninguna otra carne que no fuese la de comer. 

Logramos, luego de varios deslices, subirla. Quedó ella en la parte trasera de la guagua. Y todos nos subimos con una sensación de “misión cumplida”, sin saber que la misión no estaba cumplida, sino que apenas comenzaba. 

Lo primero que recuerdo fue que cuando subimos al carro, yo que tiendo a experimentar claustrofobia y no me subo en la parte trasera, lo olvidé completamente. Tiene razón esa Palabra que dice que “el perfecto amor echa fuera el temor”. Lo segundo que recuerdo fue que yo, que recientemente había renunciado a mi trabajo y estaba por lo tanto, de momento, sin ingreso, pensé: “¿y ahora? ¿Cómo pagaremos los gastos médicos?  De más está decir que fuimos ayudados y suplidos para toda necesidad de Hope desde el día de su rescate hasta el mismo día en que fuimos finalmente a sacarla del hospital veterinario. Otra lección aprendida: cuando tu proyecto está enmarcado en un amor verdaderamente desinteresado, los recursos aparecen. 

Luego de esto ha transcurrido más de un año, año en el que hemos descubierto que rescatar a Hope (esperanza) como la bautizó José, fue un auto-rescate. Ella me ha enseñado que lo importante no es el tiempo sino que, aquello que hacemos prioritario, define los bloques que construyen nuestra agenda. Me ha enseñado a derribar prejuicios, Hope es una Pitbull y es la más dulce, tierna y dócil de mis perrhijas. Hope Marina, le añadí un segundo nombre que me recuerda donde la conocí, ha cambiado mi vida para bien, ahora soy menos para mí y más para ella. Hopey, como le decimos de cariño, me ha enseñado que con muy poco se es feliz, y que mi vida debe ser un constante cántico de gratitud a quienes en el camino, me han rescatado a mí. Empiezo con Dios y termino con mi familia, amigos y conocidos, que a través de mi vida, de una u otra forma, me han rescatado. 

Todos somos Hope, todos somos un rescate.  El rescate de quien creyó en nosotros, el rescaté de quien nos concedió perdonarnos, el rescate de quien nos abrió la puerta, el rescate de quien nos dio una oportunidad, el rescate de quien nos amó, el rescate de quien nos sanó. 

Hopey no caminaba, aún tras la cirugía enfrentó dificultad para ello, pero con una buena dosis de amor y terapias y más amor, hoy no solo camina, sino que brinca, mi esposo la llama el delfín terrestre. Lo gracioso o curioso es que, de todos los nombres que le hemos dado, el último suena como “jopi” o “hoppie”, que en inglés es “saltarina”. El poder del amor, el poder de una visión y el poder de la palabra, eso me ha enseñado Hope. 

Y tú ¿te dejarás rescatar?

By Milly

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